Comentario
La Iglesia indiana tuvo dos grandes dependencias que resultaron antagónicas: la Corona, que la controlaba a través del Regio Patronato, y los criollos, que la controlaba suministrándole los mejores ingresos (testamentarías, mandas pías, capellanías, etc.) y hasta la mayoría de las vocaciones. De la primera, resultó la domesticación de la Iglesia por el Estado. De la segunda, la rebelión contra el despotismo borbónico, patente en grandes sectores del bajo clero (criollo), tan pronto como se iniciaron los movimientos independentistas.
El siglo comenzó con una gran tensión entre Estado e Iglesia, consecuencia del papel que ésta adoptó durante la guerra de Sucesión, cuando se alineó junto al archiduque Carlos de Austria frente al pretendiente Borbón. Felipe V llegó a romper relaciones con Roma en 1709 y la desavenencia entre Madrid y Roma duró toda la primera mitad del siglo. Fernando VI restableció las relaciones y firmó el concordato de 1753, que permitió introducir en la iglesia española los beneficios del patronato indiano. Con Carlos III se inició la etapa regalista, configurándose un regio vicariato más que un regio patronato. La teoría de que el monarca recibía su autoridad de Dios y podía y debía controlar la iglesia, contó con defensores como Antonio Joaquín de Ribadeneyra, Álvarez de Abreu y Manuel José de Ayala. Lo único que el monarca no podía hacer era ordenar. Consecuente con esto, Carlos III vigiló estrechamente la conducta de sus clérigos (muchos de los cuales fueron juzgados por tribunales civiles), ordenó rebajar el sueldo a los que tenían mala conducta, abolió la costumbre de que los tribunales eclesiásticos tuvieran competencia judicial en los procesos testamentarios relacionados con propiedades de la Iglesia (permitió que las Audiencias tuvieran apelaciones en ellos), señaló libros perniciosos a la Inquisición (enciclopedistas, jansenistas, jesuíticos, etc.) y premió a los buenos pastores que apacentaban los ánimos levantiscos de los indianos con diócesis españolas. Cuatro de sus piezas maestras para la domesticación del clero fueron la expulsión de los jesuitas, las visitas, los concilios y el control de las órdenes regulares.
La expulsión de los jesuitas en 1767 asentó definitivamente la autoridad del realengo. El cuarto voto de obediencia al Papa y la dependencia de un General de la Compañía, amén de la perniciosa filosofía suarecista, minaban su doblegamiento al Rey. Además, su influencia sobre los criollos era enorme, ya que la mitad de sus componentes en América pertenecían a las mejores familias y representaban lo mejor de la intelectualidad criolla. Con el apoyo de varios pretextos fútiles, entre los que se encontraba su participación en el motín de Esquilache, se decretó su expulsión de todos los dominios españoles. En América había unos cinco mil jesuitas. De los 680 de México 450 eran criollos, y de los 360 de Chile unos 200. Los motines indígenas surgidos en México fueron reprimidos a sangre y fuego. Hispanoamérica se quedó con un enorme vacío en la docencia universitaria y de colegios y en las misiones, que no pudieron llenar las otras órdenes religiosas. Sus bibliotecas pudieron pasar al Estado y sus innumerables bienes fueron rematados para incrementar latifundios, cuando los funcionarios reales demostraron su ineptitud para administrarlos (Temporalidades).
Tras la expulsión, el rey envió en 1769 cuatro visitadores generales a Hispanoamérica para preparar una reforma de sus religiosos. Sus cometidos eran materias de disciplina monástica, la supresión de las granjerías, la reducción del número de religiosos en algunos conventos, predicar el amor al monarca y alejar a los frailes de las doctrinas jesuíticas. Cada visitador llevaba instrucciones concretas sobre las reformas que debía emprender, así como las normas generales, compiladas en el denominado Tomo Regio. Nadie se opuso a las visitas. Ni siquiera los obispos, que temían enfrentarse a la Corona de la que emanaban las futuras mercedes. La domesticación era completa, pero pasiva, ya que poco o nada se logró con las visitas.
Junto con las visitas ordenó el Rey convocar Concilios. Se han denominado, y con razón, regalistas y fueron los únicos de la época borbónica. Debían contemplar, y contemplaron, temas pastorales, pero también algunos ajenos al ejercicio pastoral. Así, en el Concilio de México de 1771, se aprobó pena de excomunión a todo seglar o eclesiástico que incumpliese las órdenes reales o dijese o hiciese algo contra el rey. Afortunadamente, las actas conciliares no fueron aprobadas por Roma, con lo que tampoco tuvieron consecuencias.
Finalmente, Carlos III autorizó a los virreyes determinar el número de órdenes religiosas que ejercerían en su demarcación y hasta el tamaño de las mismas. Tampoco hubo voces de protesta.
Carlos IV recibió ya una iglesia sumisa, a la que pudo confiar la vigilancia de movimientos sediciosos y hasta confiscarle los fondos benéficos mediante el decreto de consolidación (26 de diciembre de 1804). Se comprobó entonces que los eclesiásticos apenas podían vivir con sus sueldos, por lo que recurrían a prestar dinero a interés para redondear sus ingresos. La medida obligó a los clérigos a exigir a sus prestatarios la devolución de los capitales, produciéndose grandes desajustes en el mercado circulante. El decreto se derogó en 1809, cuando se habían recaudado 12 millones de pesos y cuando la Corona había perdido aún más prestigio ante el bajo clero.
En lo que respecta a la organización eclesiástica se introdujeron pocas novedades, salvo creaciones de nuevas diócesis y arquidiócesis. A fines de la Colonia había 8 sedes metropolitanas (México, Guatemala, Santo Domingo, Santa Fe de Bogotá, Lima, Charcas, Caracas y Buenos Aires) y 41 sufragáneas. Los Cabildos, compuestos mayoritariamente por criollos, ayudaban a la administración. Las diócesis se dividían en parroquias, que contaban con uno o varios curas cuya aspiración común era llegar a pertenecer al Cabildo capitalino. No pocas parroquias tenían casi todos sus feligreses indios. Los regulares tenían doctrinas en zonas marginales de indios y algunas parroquias urbanas vinculadas a sus conventos.
El clero estaba dividido en las dos categorías de secular y regular. El último había perdido importancia frente al primero y además era menor en número. Se calcula que había unos 20.000 religiosos seculares y unos 16.000 regulares. La mayor parte del clero era criollo y había adquirido una buena formación en los seminarios y universidades. Le seguía el clero español y finalmente el mestizo. El clero indígena era muy escaso. Los enfrentamientos de criollos y peninsulares y los problemas derivados de la alternativa (sucesión de españoles y criollos en la administración regular) fueron numerosos. La Inquisición vigilaba el comportamiento de los curas, emprendiendo algunos procesos por falta de castidad o por exceso de granjerías. En realidad, la Inquisición estaba prácticamente en estado de hibernación, y la Corona no se preocupó de reanimarla, ni de suprimirla. Fue utilizada por el Estado para la represión de lecturas perniciosas (enciclopedistas o revolucionarias) o para incoar procesos a curas levantiscos.
Las misiones decayeron asimismo, sobre todo después de la expulsión de los jesuitas. La Compañía tuvo 130.000 guaraníes en las reducciones del Paraguay, donde practicó una política de aculturación parcial, y numerosas misiones en los Moxos y Chiquitos (Bolivia), Maynas (Quito) y California. También sobresalieron los franciscanos, a quienes se ordenó cubrir las misiones jesuitas de California (fundaron San Diego, San Francisco y Los Ángeles) y del Paraguay. Tuvieron, además, misiones en el sur de Chile, en los llanos venezolanos y en la Guayana (también hubo aquí capuchinos). Los mercedarios misionaban en Patagonia y Malvinas. Pese a la política regalista, la Iglesia mantuvo un enorme poder económico. Su dependencia del Rey y de los criollos la llevó a dividirse cuando surgió el movimiento independentista, como hemos señalado.